PARA ENCONTRAR A MARISOL

Marisol Escobar. La Virgen y el Niño, Santa Ana y San Juan, 1978.

Ensamblaje de madera y dibujo al carboncillo. Colección Galería de Arte Nacional 

 

Por Roberto Guevara

Artes Plásticas/El Nacional, 20/10/1984

Su parsimonia leonardesca es el definitivo zarpazo en el mundo. Poco le importa el resto. Para otros estas fuerzas del dominio absoluto, tiene forma de indiferencia  y mutismo. Lo cierto es que sus gestos corresponden a mitologías alternas donde la historia confluye. Y resulta la crónica más viviente de la época.

Marisol, con esa mirada abierta que, según Rilke, sólo tienen los niños y las bestia, ha podido ver sin los códigos usuales. Ha sido cruel y sensible, se ha precipitado con ese arrojo que sólo desatan los tímidos, en el estruendoso acontecimiento contemporáneo, y lo ha domado con artes secretas o de niña irredenta. Usó los juguetes perdidos en las infancias reales y oníricas, las moles silenciosas, los objetos y abalorios del consumo masivo, el clisé de valor universal y la repentina fuente de un dibujo claro y profundo, con un acento eterno y renacentista. Así fabricó la más formidable iconografía de nuestra época.

Músicos, reyes, magnates y artistas fueron sus principales temas, aporte, claro está, de las potestades anónimas que se pasean, como hieráticas deidades, en las fiestas ácidas de Nueva York o en las bucólicas paradas del Día de Pascua Florida, todo ello para reflejar la permanente tensión de la soledad.

En medio de tanta soledad, no es extraño, entonces, que Marisol encontrara la suya en todas partes. Muchas de esas figuras tiesas y suspendidas en el tiempo tienen en su rostro la abismal mirada de que hablamos, la indicación de un huraño gesto de lejanía.

Por paradoja, Marisol ha logrado un arte de carácter total y comunitario. Hace crónica mejor que nadie de nuestra época y apunta lo necesario para comenzar a establecer las semblanzas de toda una nueva manera de representar a los hombres y mujeres que vivieron este contradictorios paso de la historia, que de alguna manera denominamos contemporaneidad. Se podría decir aún más. Toda la carencia dramática de iconografía, que reflejó por siglos el arte de la América Latina, encuentra en Marisol la condición opuesta: ella es la eclosión de todas las miradas que quedaron sepultadas en los siglos, antes los complejos culturales y las remisiones espirituales. Su despertar es el de todo un continente. Su visión la del oráculo que pretende componer para el futuro los signos de un tiempo.

Libertad y refinamiento de la ejecución. Dignidad y espíritu burlón. Conciencia e irreverencia.

Marisol maneja sus recursos con inteligencia, pero deja libre la sensibilidad para el hallazgo. Escucha los ecos de su cultura cuando interpreta a los héroes como parte de un cuento infantil, porque así le enseñaron la historia.

Y transcribe los personajes famosos de Venezuela con los términos que el mismo pueblo ha perpetuado. Así mismo enfrenta a Mark Twain, a Lincoln o a la familia real inglesa; con los parámetros que desentraña del subconsciente colectivo, con gracia y arrebato propios, con ese difícil don de integrar los imposible. En sus últimas tareas, los encuentros con las tradiciones y las representaciones religiosas. Ha hecho una espectacular La Última Cena de ocho metros de largo y aquí en Caracas, acabamos de recibir una obra excepcional, La Virgen y el Niño, Santa Ana y San Juan. La Galería de Arte Nacional se abalanzó para mostrarla, con justo orgullo, pero queda en el aire una pregunta grave. ¿Por qué no hemos todavía la gran muestra antológica de Marisol?

 

*Tomado del libro La profundidad del ver. Textos escogidos de Roberto Guevara. Pag, 246. CONAC

 

Imagen cortesía: http://vereda.ula.ve/

 

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