Tesis sobre la performance y el documento. Por Felix Suazo

Otto Muehl. Mama und Papa, 1964.

Otto Müehl. Mama und Papa (Materialaktion), 1964

 

Antes de explicar qué es una performance artística conviene señalar lo que ésta no es, dado que las definiciones al uso suelen ser  muy extensas y ambiguas o extremadamente restringidas.  A esta dificultad se añade el hecho de que el término performance – un anglicismo de amplio espectro en nuestra lengua – tiene aplicaciones muy concretas según el ámbito y el idioma en el cual  se emplea.  En principio, sin embargo, prevalecen dos acepciones generales: a) cuando se aplica en el área de la tecnología, específicamente en la aeronáutica, la electrónica y la industria automotriz, significa desempeño, rendimiento o funcionamiento; b) cuando se refiere a las producciones artísticas es sinónimo de actuación, representación, espectáculo o show.  Esto significa que la noción de performance puede ser utilizada para describir los atributos de un automóvil, una computadora o un aeroplano, de la misma forma que también puede aludir a las cualidades escénicas de un músico, un acróbata  o un político, al tiempo que también sirve para catalogar una serie de prácticas accionales que tienen su gestación en las corrientes vanguardistas de inicios del siglo XX, alcanzando su plenitud programática a inicios de los años sesenta y manteniendo su vigencia hasta el presente. Para corregir la elasticidad etimológica del  vocablo en cuestión, algunos estudiosos han propuesto una distinción entre performance y performatividad[1].

No todo es performance. A pesar de que los llamados “estudios del performance” tienen como objeto de análisis una amplia gama de fenómenos, incluyendo los rituales colectivos, los roles sociales, los comportamientos de género, la danza  y la teatralidad, además de sus diversas connotaciones en el contexto lingüístico y en el ámbito del diseño de máquinas inteligentes, desde el punto de vista artístico no todo es performance, siendo su principal atributo el despliegue de una acción intencional, que asume conscientemente – aunque no de manera dócil- las regulaciones y referentes del campo institucional del arte.  Una protesta pacífica, una alocución doctrinaria o una festividad religiosa contienen elementos performáticos pero afirman su legitimidad simbólica en un marco epistemológico claramente delimitado y, en consecuencia, diferente al que prevalece en el happening, el body art y la performance artística.

Performance no es teatro en el sentido de que no hay estructura dramatúrgica ni relato que contar. El ejecutante de una acción corporal no re-presenta un personaje, sino que, antes que nada,  se presenta a si mismo. Según Antonio Prieto “El gusto por el `performance art´ está vinculado con el deseo de ver actos `reales´, no sangre de utilería sino sangre real, no un actor que representa a un personaje, sino un artista que se compromete a si mismo en un acto riesgoso” [2]

Performance no es catarsis. La acción performática es esquizoide (en el sentido deleuziano), pues se funda en la ambivalencia de lo real y lo construido. Tanto los ejecutantes como el público asumen conscientemente el rol que les corresponde en escena, reconociendo al mismo tiempo que el papel de cada quien deriva de la posición que ocupa en una relación más o menos consensuada y no de la definición de un ser sustancial. En consecuencia, la performance (como la vida) depende de la circulación de flujos codificados que no pueden ser abolidos pero si reescritos intencionalmente. En vez de buscar la purificación catártica  (en el sentido arístotélico) o una canalización liberadora del deseo (en el sentido freudiano), el accionismo artístico plantea un redireccionamiento lúdico (y en ocasiones crítico) del  comportamiento.

La performance no se repite. En la performance el cuerpo es igual a la obra, al menos durante el lapso en que ella acontece. Una vez que ello concluye, se rompe la unidad temporal entre el soporte (es decir, el cuerpo)  y la obra.  Esa idea sólo puede subvertirse de dos maneras: a) mediante la reconstrucción escénica o b) por medio de su documentación fotográfica o audiovisual. El caso a) desafía un mito según el cual “la performance no se repite” como los éxitos de temporada en el teatro y la danza. Ni las condiciones del contexto de recepción ni la sensibilidad del ejecutante son similares en cada caso, y por tanto, no son susceptibles de repetición (sobre este asunto volveremos más adelante).

 

Marina Abramovich Imponderabilia, 1977_Reconstrucción_ La artista está presente, MoMA, NYC, 2010 (1)

Marina Abramovich. Imponderabilia, 1977 / Imponderabilia (Reconstrucción), 2010. Exposición “ La artista esta presente”, MoMA, NYC, 2010  

 

Cierto que algunas acciones son concebidas siguiendo la lógica del espectáculo, pero también hay que reconocer el proceso de popularización de estas piezas entre los espectadores que ahora sucumben a su encanto sin ningún tipo de reservas. Dicho de otra manera, la performance ha perdido el pathos subversivo de antaño, ganando el apoyo de los grandes eventos expositivos y la simpatía de quienes debían sorprenderse y reflexionar en vez de divertirse y aplaudir.

No es lo mismo presenciar una performance que ver fotografías o videos de una acción acontecida. En ambos casos, la experiencia perceptiva ocurre en espacios y tiempos diferentes. Aunque se trata de hechos análogos, no son situaciones idénticas. En la acción en vivo el signo principal de lo acontecido es su desaparición. En la imagen –tanto videográfica como fotográfica- lo que fue,  queda perpetuado de manera especular o virtual.

Hubo una época en que esa disyunción entre la acción y el documento marcaba la diferencia entre el proceso y los resultados, imposibilitando cualquier tentativa de reducir lo artístico a un objeto fijo.  Posteriormente, sin embargo, aquellos registros han alcanzado un estatuto de obra, trascendiendo el carácter testimonial que tuvo en sus inicios.

Entre tanto,  los cuerpos de los ejecutantes han seguido su curso vital, avanzando hacia la decrepitud e incluso hasta su desaparición física. ¿Cómo recuperar el voluptuoso talante de las modelos de Klein o la desafiante postura de las féminas rubricadas por Manzoni? ¿Cómo reactivar las esculturas cantarinas de Gilbert and George?  Ciertamente, se pueden hacer reconstrucciones más o menos aproximadas de aquellas y otras acciones. Un caso de este tipo fue la exposición “La artista está presente”  de Marina Abramovich  (MoMA, NYC, 2010), quien incluyó proyecciones de sus performance y también recreaciones de algunas de sus acciones por otras personas[3].

De manera que reflexionar sobre la relación entre el arte accional y el documento sigue siendo un propósito desafiante.  Una vez trascendido lo que es obvio (es decir, la fotografía y el video como improntas de una acción acaecida) se plantean algunas interrogantes sobre el significado profundo de las prácticas documentales, surgidas  a propósito del happening, la performance y otros lenguajes afines. Lo primero que salta a la vista es el hecho de que tales registros intentan revertir (aunque sea de manera precaria) el presupuesto central de las experiencias efímeras, acaso para recuperar aunque sea una parte de un hecho irreversible.

¿Será que tras la aparente modestia del síndrome documental, se esconde en realidad un deseo de resurrección narcisista ya abolido por el arte no objetual? Algo de eso hay, sobre todo si se considera la manera en que se valoran  hoy estos materiales y el protagonismo que han adquirido en las exhibiciones de arte contemporáneo. Pareciera que al final no fue posible la conquista de un arte irreductible a  sus cualidades físicas y por tanto no canjeable,  imponiéndose como referencia la cosificación de unos dispositivos que no eran la obra original  ni pretendían serlo (al menos en sus inicios).  Tan es así, que en la actualidad, gran parte de las acciones no se hacen para el público sino para la cámara; o mejor, son realizadas para que el espectador los vea plasmados en una proyección o en una imagen impresa como sucede con las  video performance y foto performance. Sin embargo, aquí no nos interesa cuestionar que así sea, sino indagar por qué algunas prácticas accionales derivaron, precisamente en la antítesis de sus postulados iniciales, basados en la inasibilidad de la obra y en el énfasis procesual. A decir verdad, ya las telas antropométricas de Klein anidaban el germen narcisista que les permitiría independizarse de las sesiones en vivo para luego ser exhibidas como obras independientes. En el momento crucial, esas pinturas huían de la pulsión auto aniquiladora que las había generado.  A partir de allí, los legajos del obrar se hicieron más importantes que la acción que los produjo.

En realidad, la acción performática no borra la separación entre el arte y la vida como suponían los pioneros de este género artístico, sino que es el documento (fotográfico o audiovisual)  el medio que sirve a aquel propósito, toda vez que la imagen funciona como testimonio codificado de aquella promiscuidad.  Sólo en la fijeza especular de la foto o en la movilidad virtual del video, el cuerpo del ejecutante y su desempeño vital, permanecen unidos para siempre.  Es decir, aquella simbiosis efímera de lo simbólico y lo carnal sólo puede manifestarse en la imagen –ya sea móvil o fija- en tanto que huella de algo que nunca debió sobrevivir al momento de su presentación. En este marco, lo importante de una acción no es lo que sucedió sino cómo será visto, cuestión que devuelve la experiencia performática a la condición narcisista y autorreferencial de la institución arte; en cuyo caso, el documento –más que prueba, evidencia o testimonio- se transforma en fetiche de un ritual diferido.  Ya lo decía Emile Zola en 1901: “…no se puede declarar que se ha visto algo  en verdad hasta que se lo ha fotografiado”[4].

En las acciones artísticas, la “obra” desaparece materialmente, pero su intencionalidad perdura en el registro;  algo que –por cierto- es perfectamente congruente con un arte que se sustenta en la idea y no en los resultados. Ver una fotografía o un video de una performance, entonces, no es sólo la constatación de un hecho consumado, sino la verificación hipotética de un propósito.  La fotografía y el video, por tanto,  propician  la articulación simbólica de lo contingente y lo posible.

No siempre la fotografía y el video son documentos suficientemente elocuentes para la verificación de lo acontecido en una acción artística, exigiendo un suplemento narrativo o anecdótico donde se revelan detalles de la locación y el proceso que no son evidentes en la imagen. Aún los esfuerzos más meticulosos por encuadrar y registrar los aspectos más significativos de la escena, dejan zonas ciegas y elementos inadvertidos que deben ser complementados con información verbal o textual. El observador de estos documentos visuales debe saber, por ejemplo, que la imagen de Beuys con la nariz rota y un crucifijo en alto, fue captada cuando el artista fue agredido por una de las personas que asistieron al Festival de Arte Nuevo de Aquisgrán, el 20 de julio 1964, lo cual cambió el curso del evento debido a la aparición de un suceso no previsto por su creador[5]. Ciertamente, el happening, la performance y demás lenguajes afines se basan en pautas de acción elementales, dejando un margen para lo inesperado. Esta circunstancia, hace del hecho narrativo un complemento importante de la imagen.

 

Josheps Beuys. Festival de Arte Nuevo de Aquisgrán el 20 de julio 1964 (1)

                    Josheps Beuys. Festival de Arte Nuevo de Aquisgrán, 20 de julio 1964

 

Las fotografías y videos de acciones artísticas aparentan ser neutrales, pero no lo son. En realidad, la supuesta indiferencia subjetiva y estética que los caracteriza, es una estrategia de seducción que intenta atenuar la brecha inevitable que hay entre  la imagen y lo real. En rigor, estos dispositivos no muestran el acontecimiento, sino la manera en que ellos son construidos para que se hagan visibles. Rota la unidad entre el suceso y la representación, las imágenes encuadran el hecho e indican como este debe ser percibido y narrado según la óptica del autor o de sus interpretes. Es en este sentido que el documento deja de ser evidencia de algo para transformarse en la epistemología que hace posible su existencia, así como su posterior conversión en una “estética” institucionalizada.

Las  fotografías de eventos performáticos, aunque organizadas secuencialmente, dejan un vacío entre una imagen y la otra. Los videos, en cambio, ofrecen una continuidad ilusoria, incluso cuando se reproducen sin edición.  No obstante estas limitaciones,  en muchas ocasiones la apreciación de tales experiencias es más nítida y completa en el registro que durante su presentación en vivo.  De hecho, gran parte de las propuestas accionales de las cuales se tiene noticia, sólo han trascendido gracias a  la profusa documentación visual que suele encontrarse en publicaciones y materiales audiovisuales consagrados a la historia de la performance. A fin de cuentas, las imágenes fijas y en movimiento hacen que una acción efímera se transforme en un fenómeno ubicuo y repetible, capaz de ser percibido en cualquier parte y cuantas veces lo desee el espectador.  En este caso, el vehículo documental tiene un efecto paradójico, pues posibilita la perpetuación del acontecimiento (aunque sea de manera defectuosa o parcial) al mismo tiempo que refuerza  su fugacidad temporal. Jean Baudrillard lo explica así: “Crear una imagen consiste en quitar al objeto todas sus dimensiones, una tras otra: el peso, el relieve, el perfume, la profundidad, el tiempo, la continuidad y, evidentemente, el sentido. Sólo a cambio de esta desencarnación, de este exorcismo, la imagen gana un incremento de fascinación, de intensidad, se vuelve el médium de la objetualidad pura, se vuelve transparente a una forma de seducción más sutil”[6]

Con la imagen, la performance vive una segunda existencia, pero de carácter “elegíaco”  y “crepuscular”, en el sentido que le daba Sontang a la fotografía y que puede ser extendido a los video documentos[7].  Así, una vez que ya ha cesado la experiencia accional y que los cuerpos han abandonado la escena, comienza entonces  la veneración  póstuma de un ritual fenecido. La nariz de Beuys seguirá sangrando en la imagen que lo inmortalizó, de la misma forma que Gilbert y George continuarán cantando sobre el pedestal. “Menos mal que en esta época – afirma Diego Barboza- existen una cantidad de medios donde se pueden registrar las cosas: una fotografía, una película, una diapositiva. Lo importante no es la película, la fotografía, sino lo que ha sucedido, lo que está registrado  (…) el  arte siempre ha sido un momento “[8].  Ese “momento” que la fotografía detiene y el video prolonga en la imagen es en realidad  memento mori, destello instantáneo  que sólo se deja atrapar de manera especular o virtual.

Las acciones en  vivo convocan la participación física y/o psicológica del público, reclamando de este una respuesta efectiva o promoviendo la activación de su aparato sensitivo, situación que se atenúa notablemente cuando la experiencia es presentada en soportes documentales donde “(…) el espectador – según indica Frank Popper – se convierte en un simple testigo cuya presencia ya no es indispensable. Los documentos reunidos por el artista (fotos, planos, películas y a veces combinaciones de estos diferentes medios) proporcionan al espectador una información indirecta” [9].  En otras palabras,  los destinatarios “ideales” de la performance no siempre son aquellas personas que participan en la experiencia  o se encuentran presentes en el lugar de la acción.

Las mayor parte de las veces una performance se reduce a una o varias imágenes. Eso es lo que queda de aquel desesperado intento por llevar las prácticas visuales a su más pura manifestación vital. Semejante esfuerzo, sin embargo, no es más que un preámbulo glorioso antes del inevitable fallecimiento que sucede a su efímera existencia.  La foto o el video siempre concluyen el ritual  como si se tratara de un epitafio. La imagen retiene lo acontecido otorgándole así una prolongada visibilidad.  Queda el cuerpo erguido de Antonieta Sosa con una copa, aun intacta, sobre su cabeza, el chelo amoldado entre los senos catódicos de Charlot Moorman o el talante falsamente doméstico de Martha Rosler en su cocina.  Todo lo que sobrevive de las veladas dadaistas, el  fluxus y el accionismo vienés, así como del resto de las prácticas accionales para las cuales hay  tantos nombres como cultores y variantes (arte del cuerpo, arte de acción, happenig, performance, etc. ) se resume en su pregnacia icónica.  No importa quien haga el registro (un asistente, un profesional o un espectador); tampoco es relevante (al menos hasta hace un tiempo) la calidad técnica o estética de lo que se ha captado.  Importa, si, que la toma o secuencia condense un fragmento excepcional de lo acaecido y que lo haga con la misma efectividad que un fotógrafo de sucesos retrata la escena de un crimen o una catástrofe natural.  Después de esto, cualquier relato, cualquier narrativa posible, se origina en la imagen que certifica el hecho y no en el propio acontecimiento.

 

Caracas, octubre-diciembre de 2010

 


[1] “Lo performativo – señala Antonio Prieto-  permite el análisis de la construcción social de la realidad (incluyendo raza y género), los simulacros, las conexiones entre lo performativo y el performance art (que diluye las barreras entre el arte y la vida)”. Cfr. Prieto S., Rodrigo. En torno a los estudios del performance, la teatralidad y más. Para el curso “Globalización, espacios públicos y performance”. CRIM, 13 de septiembre de 2002. En: http://132.248.35.1/cultura/ponencias/PONPERFORMANCE/Antoniop.html

[2] Cfr. Prieto S., Rodrigo. En torno a los estudios del performance, la teatralidad y más. Op. Cit.

[3] Grau, Anna. Marina Abramovich estará sentada más de 700 horas en el MoMA. Abc.es, 17 de marzo de 2010. En: www.abc.es/…/marinaabramovic-estara-sentada-20100317.html

[4] Esta frase de Emile Zola fue citada por Susan Sontang en el libro “Sobre la fotografía”.  Alfaguara S.A., Buenos Aires, 2006, p. 128

[5] “En el Festival de Arte Nuevo de Aquisgrán, el 20 de julio de 1964, uno de los actores hacía sonar una cinta magnetofónica grabada con el tristemente célebre discurso del ministro de propaganda Goebbels en el Palacio de Deportes de Berlín, y se oía constantemente en el Auditorio la frase ¿Queréis la guerra total?. Mientras tanto, Beuys estaba poniendo sobre un hornillo bloques de grasa para que se derritieran. Entonces se produjo una explosión: una botella de ácido se volcó, algunos espectadores irrumpieron en el escenario, y un estudiante descubrió un agujero de ácido en su pantalón. Indignado, propinó a Beuys un puñetazo en la nariz y éste empezó a sangrar. Es el momento en que nace la leyenda de Beuys. El artista coge un crucifijo de madera que tenía junto a sí, lo levanta en alto con la mano izquierda y extiende la derecha para saludar, mientras su nariz gotea sangre y un fotógrafo fija para la eternidad aquella escena descaradamente sacrificial, chamanística”  (Sagrario Aznar Almazán. Agresores y víctimas: el sacrificio del artista. En: Espacio, Tiempo y Forma, Serie Vil, H.” del Arte, t. 10, 1997 pp. 18-19)

[6] Baudrillard, Jean. La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos. Editorial Anagrama S.A., Barcelona, 1990,  p. 165

[7] Cfr. Sontang, Susan. “Sobre la fotografía”. Alfaguara S.A., Buenos Aires, 2006,   p. 32

[8] Martha Aguirre. Diego Barboza: Hay que desmitificar alartista como único creador. Últimas noticias. Suplemento Cultural. Caracas, 28-08-1977 p. C-3

[9] Popper, Frank. Arte, Acción y Participación. El artista y la creatividad de hoy. Ediciones Akal S.A., Madrid, 1989, p. 18

 

Fuente: Felix Suazo

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