El Helicoide y la nostalgia del ascenso

Por Laura Soler

 

Una singular edificación distingue al barrio de San Agustín del Sur, en el suroeste de Caracas. Su rampa de concreto talla una doble espiral sobre la Roca Tarpeya que —algunos consideran— gira en el sentido de la destrucción: El Helicoide.

Entre finales de los 50 y principios de los 60, el edificio, proyectado como un centro comercial, admiró a los amantes del diseño y colocó a Venezuela en la portada de revistas en inglés, francés, alemán, italiano, ruso, sueco, chino y árabe.

Su trayectoria ascendente proyectaba hacia el edén de la modernidad, identificada con la cultura de consumo y una estética de formas dinámicas y líneas limpias. La elegancia de este proyecto moraba en la agilidad con la cual los automóviles se desplazarían a lo largo de su rampa espiral —siempre hacia adelante— y estacionarían frente al comercio de su elección. No obstante, su construcción se detuvo en 1962, meses antes de su culminación, como tantas promesas malogradas de su época. 

Desde entonces, El Helicoide ha adquirido un tinte lúgubre en nuestro imaginario. Pese a constituir una iniciativa privada, fue asociado con la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958) y, por tanto, despreciado por el presidente Rómulo Betancourt (1959-1964), cuyo gobierno imposibilitó que Helicoide C.A. —compañía creada específicamente para la construcción y comercialización del edificio— recibiese los préstamos internacionales necesarios para finalizar el proyecto.

Debido a que la obra fue parcialmente financiada mediante la preventa de sus 320 comercios y la mitad de estos espacios ya tenía dueño, se estableció entonces una doble demanda que, a la postre, arruinaría a su creador, el arquitecto Jorge Romero Gutiérrez —quien vendió sus propiedades con el propósito de finalizar la obra sin éxito alguno. 

La maraña legal resultante del litigio entre los propietarios, la constructora y las entidades bancarias —que ni el propio Nelson Rockefeller logró eludir, según el arquitecto y socio de Romero Gutiérrez, Dirk Bornhorst— se resolvió cuando el Estado expropió el edificio en 1975. En lo sucesivo, ningún plan para vivificar sus 60.000 m2 prosperaría.

El cerco de viviendas informales crecerá a su alrededor, velando la edificación, y el confinamiento acentuará su reputación de lugar maldito durante las décadas siguientes. De este modo, la inminente ranchificación se tragará una estructura que el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) había ensalzado en su exhibición Roads (1961).

 

El Helicoide en el MoMA, 1961.

 

Desde la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), se han ideado —sin éxito— proyectos para alojar dentro de sus espacios un terminal, una biblioteca, un centro de convenciones, un museo, un Ministerio del Ambiente o un refugio para niños sin hogar. Solo han medrado dos ocupaciones, ambas, en principio, provisionales: la Gran Ocupación de refugiados —hasta 10 mil personas, entre ellas, quinientas familias cuyos hogares colapsaron durante los deslaves de 1979— y la de las fuerzas policiales, inaugurada por la Dirección Nacional de los Servicios de Inteligencia y Prevención (Disip) en 1985.

La percepción en torno a El Helicoide empeorará a partir de 2014, cuando nuevamente obtiene visibilidad como centro de detención y tortura de presos políticos, pese a que la Corte Interamericana de Derechos Humanos haya denunciado en 2012 que este carece de las facilidades para funcionar como prisión.

En mayo de este año, las redes sociales reportaron una situación irregular dentro del recinto y días después, se difundieron grabaciones de los presos reclamando sus condiciones. Para el momento, la organización Foro Penal contabilizaba 54 presos políticos y un total de 338 reclusos dentro de edificio —algunos sin juicio y otros menores de edad o con boleta de excarcelación.

Actualmente, El Helicoide alberga, entre otros, al diputado de la Asamblea Nacional y líder durante las protestas estudiantiles de 2014 Juan Requesens y al activista de derechos humanos y presidente de la ONG Operación Libertad Lorent Saleh,

 

Espiral descendiente

El Helicoide en la actualidad. Gorka Dorronsoro, 1988.

 

Como legado galleguiano, los venezolanos acostumbramos comprender nuestra cultura y nuestros procesos históricos en términos de la civilización versus la barbarie: la modernidad, el refinamiento, el orden y el progreso versus el caos, la anarquía, la vulgaridad, la improvisación y las costumbres rurales.

A primera vista, el periplo de El Helicoide acata este modelo: el portento arquitectónico, cuyo ambicioso proyecto organizador sustituiría el atraso y la miseria; pero que finalmente sucumbirá ante fuerzas primitivas que le superan.

Si bien el maniqueísmo resulta cómodo y práctico —nuestros desperfectos siempre recaen sobre el bárbaro, el Otro social—, un examen más detallado de la historia de El Helicoide, y con él de nuestra historia, permitirá detectar un relato más problemático, de una civilización alucinada y negligente, y de una barbarie que no es tal.

Para demostrarlo, Proyecto Helicoide ha publicado en enero de este año Downward Spiral: El Helicoide’s descent from mall to prison, donde descubre en esta ruina viviente la expresión cabal de las contradicciones que han determinado el desarrollo de Venezuela a lo largo del siglo XX.

La historiadora cultural Celeste Olalquiaga juzga al edificio merecedor de atención y análisis individual y, por este motivo, funda Proyecto Helicoide. Olalquiaga recuerda leer acerca de la evacuación de los refugiados antes de mudarse a Nueva York en 1982 para obtener su doctorado en Estudios Culturales Latinoamericanos (Universidad de Columbia, 1990). Su investigación ha sido articulada por la idea de la modernidad en ruinas, de la cual germinan dos publicaciones: Megalópolis (1992) y El reino artificial (1998).

Esta investigadora señala que, a lo largo de los años, el caso de El Helicoide le ha resultado “fascinante como objeto de estudio y de pensamiento”, en buena medida debido a su historia única y compleja y al fuerte contraste “entre esta estructura y el desarrollo de arquitectura espontánea a su alrededor”.

También en 2013, Olalquiaga conoce a Lisa Blackmore, quien había residido en Caracas desde el 2005 con el fin de elaborar su investigación doctoral en torno al modernismo y el imaginario de la dictadura militar en Venezuela, origen de la publicación Spectacular Modernity: Dictatorship, Space and Visuality in Venezuela, 1948-1958 (2017). La afinidad de intereses resulta en una alianza y así, Blackmore se suma al proyecto.

“El libro Downward Spiral utiliza a El Helicoide como una suerte de prisma que nos permite sobreponer capas históricas en una visión de perspectivas multitemporales y transhistóricas”, explica Blackmore. De este modo, la estructura conforma un “barómetro fascinante para entender los procesos políticos e históricos de las sociedades”, agrega.

Dicho de otro modo, El Helicoide permite comprender la configuración de nuestro presente a la luz de los espacios del pasado. En esta labor y con el fin de generar una perspectiva más amplia, Downward Spiral cuenta con colaboradores expertos en diversas disciplinas, entre ellos: la antropóloga Iris Rosas; Luis Duno-Gottberg, director del Departamento de Estudios Latinoamericanos de Rice University; los arquitectos Elisa Silva, Jorge Villota, Alberto Sato y Carola Barrios; Vicente Lecuna, docente, investigador y ex director de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela (UCV); el sociólogo Diego Larrique; la filósofa Sandra Pinardi; los escritores Federico Vegas y Rodrigo Blanco Calderón; los artistas Ángela Bonadies y Juan José Olavarría y Rosmit Mantilla, diputado electo a la Asamblea Nacional de Venezuela (AN) y preso en El Helicoide entre mayo de 2014 y noviembre de 2016  

 

Modernidad espectacular

 

 

El arquitecto Jorge Romero Gutiérrez concibe El Helicoide en enero de 1955, durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. La iniciativa calzaba a la perfección dentro del Nuevo Ideal Nacional, que contaba con la transformación del medio físico entre sus pilares principales. Por lo tanto, ya en 1956 este figuró dentro del Plan Municipal, cuyo fin último consistía en acabar con los ranchos y transformar la capital en una metrópolis moderna.

Expone Olalquiaga que este plan bosquejaba una serie de ciudadelas dentro de la ciudad —tales como la Ciudad Universitaria o el Paseo de Los Ilustres—, conectadas por arterias vehiculares. Por su parte, El Helicoide finalizaría un paseo que abarcaría siete colinas, partiendo desde el Jardín Botánico y continuando hacia el suroeste de la ciudad.

Blackmore ha acuñado para esto el término de “modernidad espectacular”. Según la académica, “la modernidad espectacular significa un cambio en la escala urbana, que se amplía de una escala muy pequeña y, digamos, colonial y se transforma en los súper bloques, las torres de Centro Simón Bolívar, las grandes arterias viales”.

Este crecimiento genera una experiencia visual que proyecta la idea de progreso acelerado y del cual la dictadura militar se apoderó con el fin de legitimarse. “Es una suerte de lo que algunos críticos llaman nation branding: concebir la ciudad como una especie de mercancía que debe cifrarse en unas imágenes legibles que simbolizan el desarrollo y el progreso en un momento determinado”, afirma Blackmore.

 

Modernidad problemática

 

El Helicoide en los 60

 

Si bien la arquitectura modernista inicialmente catapulta el atractivo de Caracas en la percepción de venezolanos y extranjeros, concebir el progreso únicamente en términos de depuramiento estético pronto presenta sus conflictos.

En primer lugar, todo el proyecto modernizador de la capital se cimenta sobre la riqueza petrolera y, por consiguiente, se somete a los vaivenes de su valor dentro del mercado internacional, como demostraron los siguientes cuarenta años de democracia.

Asimismo, en ese período no se produjeron instituciones capaces de sostener el desarrollo de las iniciativas al margen de los cambios de Gobierno. Por lo tanto, muchos proyectos declinaron, sometidos a los ciclos del mercado y al capricho del partido político de turno.

“Parte del problema de El Helicoide es que cada vez que había un buen proyecto y había un cambio de gobierno, entraba el nuevo partido y decía ‘ese plan no sirve, nosotros lo vamos a hacer mejor’. En ese cambio iban fallando todos los proyectos”, sostiene Olalquiaga.

“Los excelentes proyectos que hubo, como el del Museo Nacional de Antropología e Historia o el Ministerio del Ambiente y Recursos Naturales Renovables, que fueron estudiados, financiados y comenzados, no se continúan y lo único que se mantiene son los usos que iban a ser temporales y terminan siendo permanentes”, continúa.

El acelerado desarrollo urbano requiere de mano de obra, circunstancia que resulta en una migración masiva del campo a la ciudad. Así, los cerros se poblaron con las mismas viviendas informales que los proyectos de urbanismo buscaban suprimir.

Por tanto —sostiene Olalquiaga—, los barrios son también producto de la modernidad, una “tan desigual como la que ocurrió en Venezuela, donde hay un derroche de dinero para los grandes proyectos y ciertos sectores, mientras que otros sectores permanecen en niveles de miseria”.

Más aun, los planos no previeron que los campesinos que migrarían a la capital, atraídos por el prospecto de un trabajo y mejor acceso a los servicios, no renunciarían a sus prácticas antiguas tan fácilmente y traerían consigo sus costumbres rurales. Blackmore narra cómo, por ejemplo, las personas que se mudaban a los súper bloques cargaban consigo sus gallinas.

Si bien la arquitectura puede proyectar la imagen de modernidad, arraigar efectivamente los usos y valores modernos en los individuos requiere, por una  parte, de la orquestación de las instituciones sociales y, por otra, de tiempo. Sin este asiento, el conflicto con el contexto pronto erosionaría el más sólido de los proyectos.

De suerte que la arquitectura por sí sola no posee el carácter transformador que se creía en los años 50, y la relación entre arquitectura y modernidad “no es tan causal, hay otros factores que hacen complejas las vidas humanas”, considera Blackmore. La profesora explica que “la arquitectura no lo hace a uno moderno y en los años 50 se pensaba que sí, que si tú vistes a un cuerpo humano en un traje, eso te eleva a otro estrato socioeconómico”.

Finalmente —concuerdan Olalquiaga y Blackmore, la modernidad solo contempla el futuro, persigue la novedad y, en el caso de nuestro país, ignora la importancia de preservar lo que ya existe, lo cual representa su error fatal. Esta dinámica implica que la velocidad con la cual se producen novedades resulta comparable a la prontitud con la cual se descartan, fenómeno que Blackmore asocia con la entropía y que se manifiesta en el estado de deterioro que actualmente demuestran importantes proyectos de desarrollo urbanístico, tales como la Avenida Victoria o la Ciudad Universitaria.

En ninguna estructura este acontecimiento se manifiesta mejor que en El Helicoide, cuyo proceso de decadencia comenzó incluso antes de que finalizara su construcción. Bien lo expresa Olalquiaga: “Las ruinas modernas se plantearon para el futuro y se convirtieron en pasado sin pasar por el presente. No tuvieron su momento de presente y quedaron degradadas y obsoletas antes de tiempo”.  E ilustra esto a través del caso de Hotel Humboldt: celebrado con bombos y platillos durante los 50, en la práctica, jamás sobrepasó nueve años de servicio continuo .

 

“La nostalgia y la amnesia conviven”

 

Arrasadas por el impulso que las originó, las ruinas modernas encarnan la paradoja de la modernidad en Venezuela: una nostalgia por algo que, quizás, jamás cristalizó.

Comprensiblemente, resulta sencillo en la actualidad ensalzar una época donde nuestro país figuraba en los titulares como paradigma de la vanguardia arquitectónica, no por ostentar tasas de inflación récord. De este modo, olvidamos hasta qué punto de aquellas lluvias, como reza el refrán, vienen estos lodos.

“La nostalgia y la amnesia conviven”, asevera Blackmore. Para los años 50, serias deficiencias como el extractivismo, la economía monoproductora, la corrupción y el excesivo gasto público ya componían el panorama.

El general Marcos Pérez Jiménez entrega un país con los números en rojo y nos gusta pensar que, si bien gastaba la renta petrolera a manos llenas, cuando menos los resultados estaban a la vista de todos. Olalquiaga admite la labor de macroestructura que realizó Pérez Jiménez, “pero era un dictador con grandes persecuciones políticas. Ese también era un régimen de terror”, afirma.

Igualmente, si bien los cuarenta años que sucedieron a la dictadura colocaron a Venezuela como referente de democracia en un continente de autoritarismo militar, la estabilidad en buena medida se estableció sobre la base de una sociedad clientelar. En palabras del sociólogo Andrés Stambouli:

“En medio de la abundancia relativa de recursos, programar el gobierno para la eficiencia y la productividad se hacía innecesario. A la larga, el efecto perverso de los logros de los partidos, fue el convertirse en mediatizadores del reparto generalizado; créditos, subsidios, protecciones, gestión de cargos, favores, contratos y contactos se impusieron como instrumentos privilegiados, si no únicos al menos dominantes, del poder partidista”, alega en La política extraviada. Una historia de Medina a Chávez (2002).

Esta dinámica eventualmente selló el destino de El Helicoide y otros proyectos que, sin el amparo de instituciones aisladas de la pugna entre blanco y verde, mermaron hasta confundirse con la miseria que pretendían sustituir.

“La nostalgia idealiza al pasado y, además, es inútil, ese período ya se acabó”, remata Olalquiaga.

 

Consideremos el Helicoide

Un vistazo a la situación actual del Helicoide nos conduce a preguntarnos: ¿cuál proyecto finalmente podrá animar este coloso de concreto? ¿Qué ambición y qué voluntad podrán sustituir tanta precariedad y tanta desidia acumuladas?

Según Olalquiaga, El Helicoide siempre ha sido pensado como algo ajeno a las comunidades de San Agustín y San Pedro, de modo que constituye un peso muerto en su centro. Para ella, “debería ser utilizado para lo único para lo que jamás ha sido utilizado”: proveer servicios de salud, deportivos y culturales a las zonas aledañas, de suerte que las mismas comunidades lo valoren y lo cuiden. 

Blackmore secunda esta opinión: “Lo importante con ese edificio es seguir especulando con sus posibilidades de significar otras cosas. Ese ejercicio para mí debería involucrar a las comunidades de la ciudad, junto con artistas, creadores, arquitectos”.

“¿Qué ha sido problemático con ese edificio? La imposición de un fin específico y parece que el edificio se resiste a esto”, concluye.

¿Cuál acontecimiento hirió fatalmente a El Helicoide? ¿Qué ignoraban sus planos? ¿Cuándo sucedió el viraje de prodigio arquitectónico a deshonra internacional, de nación pujante a Estado fallido? Del mismo modo: ¿se arruinó el proyecto moderno a sí mismo? ¿Estaba condenado desde el principio?

La nostalgia nos conduce a ponderar lo que pudo haber sido en lugar de comprender, en su justa medida, lo que fue. Ya no somos lo que fuimos ni sabemos con certeza lo que seremos; mas, cuando menos, consideremos El Helicoide, su historia y su destino.-

 

Laura Soler

octubre, 2018

@laurasolerh

 

 

Laura Soler (Caracas, 1995) estudia Comunicación Social y Letras en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB).

 

 

 

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