Tiempos de pandemia: Nada nuevo bajo el cielo venezolano

por Manuel Vásquez-Ortega

 

(…) la peste me privará de voces que son mías,
tendré que reinventar cada ademán, cada palabra
Eugenio Montejo

 

El niño enfermo (1886), Arturo Michelena

 

Una fosa común en Nueva York, más de 75.000 muertes en Europa, órdenes de cuarentena y la alerta de emergencia mundial en pleno 2020, son hechos que nos recuerdan una vez más que lo arcaico no es una idea ajena a lo contemporáneo. Con la aparición de una nueva pandemia que hostiga a la humanidad, el panorama internacional aumenta en complejidad y contradicción para acercarnos a las frecuentes referencias medievales de la peste, mientras tanto, individualmente narramos nuestros propios relatos de aislamiento, preocupación, miedo al otro y escasez de alimentos en el ambiente tragicómico de un futuro visto desde el Decamerón de nuestra actualidad, en el que (como en la creación de Bocaccio) a pesar de la mortandad, el amor, la inteligencia humana y la fortuna continúan en existencia.

I

Acompañado del ébola, la gripe aviar, el zika y el chikungunya, el nuevo coronavirus (COVID-19) se une a la lista de padecimientos masivos de presencia actual, vistos como contagios de aparición sorpresiva e inédita en muchos de los países a los que han alcanzado; sin embargo, las pandemias no son un tema novedoso para Venezuela, pues en una breve revisión histórica podemos encontrar episodios como la viruela que en 1580 exterminó a gran parte de los Indios Caracas, la cúspide decimonónica de la tuberculosis y los continuos focos de peste bubónica entre 1908 y 1919, tiempos cercanos a la influenza que acabó con el 1% de la población de la capital y a la propagación de la malaria, por contar solo algunos. Combatidos todos, ganados muchos, el siglo en curso demuestra que atrás quedaron los grandes logros alcanzados por un Estado con miras en el progreso, y muy lejos de nosotros está el ideal de individuo moderno, “no sólo como agente (…) económico libre, sino también como cuerpo inmune” (Preciado, 2020).

Desde hace mucho, la calamidad es el presente venezolano, por ello, con el regreso de las epidemias a territorio local, revisitar y resignificar imágenes de la historia se hace posible desde una premisa, que “lo que todas las imágenes pueden hacer es representar otras imágenes” (Foster, 2001), iconografías que se atan a referentes o “cosas reales del mundo”. En nuestro caso, un fragmento en continua erosión en el que –como en el oscurantismo– pandemia y guerra se solapan en la cotidianidad de la decadencia, a sabiendas de que, desde la iconografía medieval, pestes y pugnas han compartido similitudes que permiten abordarlas desde aquello que las hace común: su cercanía con la muerte, en la que descomposición, esqueletos, sujetos y animales desahuciados configuran el horizonte de una ciudad que cierra sus puertas al caos, aun cuando la enfermedad ya está adentro.

En dichas representaciones, caballos empujan carretas llenas de cadáveres, trasladan enfermos, o son conducidos por jinetes que imparten tanto salvación como desgracia. No obstante, en medio de este contexto referencial, una figura ecuestre aparece de forma otra: el Monumento (1975–1985) de Miguel von Dangel se levanta en sus patas traseras para hablarnos desde la ambivalencia de la resistencia a la caída, de la batalla o la pérdida, de la riqueza y la deposición, mientras su discurso rompe con la línea temporal existente entre el jamelgo central de ‘El triunfo de la muerte’ (Autor desconocido, Palazzo Abatellis, 1446) y las victoriosas representaciones de Bolívar sobre su bestia blanca creadas por Tito Salas. Pues, si éste último ha pintado para enseñar la historia y exaltar los grandes hombres venezolanos, contrariamente y desde un lugar sin tiempo, la escultura taxidérmica de von Dangel se desprende de las connotaciones e idolatrías patrióticas para convertirse en monumento de la tragedia nacional, marcada por la beligerancia, el petróleo y la ausencia de un domador.

 

 

Monumento (1975–1985), Miguel von Dangel

 

II

Entre equinos y finados, un animal huye sin saber que lleva la plaga consigo. Fue así como en el siglo XX la peste bubónica llega en barco como pasajera indeseada a Venezuela, alojada en las ratas negras y transmitida a través de sus pulgas. Para entonces, el gobierno de Cipriano Castro logra controlar (medianamente) la emergencia sanitaria en el puerto de La Guaira, tras un decreto de cuarentena y la toma de drásticas medidas, posicionándose como un claro episodio de inmunología en la historia de nuestra ‘sociedad soberana’, aquella que según Foucault “gestiona y maximiza la vida de las poblaciones en términos de interés nacional” (Preciado, 2020).

Este acto demuestra que, como “todo cuerpo vivo (y por tanto mortal) es el objeto central de toda política” (ídem), en tiempos de pandemia, el biopoder más que nunca se hace inmunológico, es decir: reconoce elementos ajenos y emite una respuesta, a través del “establecimiento de una jerarquía entre aquellos cuerpos exentos de tributos (los que son considerados inmunes) y aquellos que la comunidad percibe como potencialmente peligrosos, y por ende, excluidos en un acto de protección” (ídem). De esta forma, la gestión de los procesos biológicos de las poblaciones se vincula inevitablemente a planteamientos necropolíticos, una forma en la que hacer morir o dejar vivir nos hace cuestionar los límites propios de la soberanía de un territorio.

En su serie Experimento con Ratón #4 (2012), Dianora Pérez-Montilla reflexiona y tantea sobre estos límites, intersticios entre la biopolítica (el control de la existencia a través de la vida y sus mejoras) y la necropolítica (el control de la vida a través de la muerte y sus posibilidades), experimentación en la que la artista manipula, abre y hurga el cadáver de un roedor a través de la macro-fotografía, estrategia con la que registra un método de taxidermia poco ortodoxo por medio de un proceso de diario y archivo. “¿En qué condiciones concretas se ejerce ese poder de matar, de dejar vivir o de exponer a la muerte? ¿Quién es el sujeto de ese derecho?”, se pregunta Mbembe (2001). Las visuales productos del ensayo de Pérez-Montilla podrían darle respuesta, convertidas en representaciones de situaciones reconocibles para el venezolano ante un Estado que “ha gestionado, protegido y cultivado la vida de forma coextensiva con el derecho soberano de matar” (ídem).

Experimento con Ratón #4 (2012), Dianora Pérez–Montilla

 

La noción ficcionalizada de un enemigo se hace también presente en las teorías de Mbembe, quien afirma –y con ello reafirma a Foucault– que la eliminación del oponente es en muchos casos extendida en tiempo y dolor principalmente para satisfacer a una multitud, proceso en el que surge una “nueva sensibilidad cultural en la que matar al enemigo del Estado se convierte en la prolongación de un juego (…) –donde– aparecen formas de crueldad más íntimas, horribles y lentas” (2011). Como ejemplo emblemático e imagen crucial de nuestra historia, Miranda en la Carraca (1896) de Arturo Michelena retrata la polémica escena de un hombre universal, ilustre, y sin embargo, tildado de traidor (por ende, enemigo del poder) tras firmar la capitulación del Ejército Patriota en 1812. Condenado al confinamiento y al olvido por el resto de su vida, en un castigo tan intenso como cualquier otro, la desesperanza del prócer es plasmada en el óleo sobre lienzo de Michelena y convertida en referencia ineludible del mito y la narración verídica del héroe, en una imagen en la que se concentra la “ansiedad secular que concierne dolorosamente a nuestra conflictiva relación con el mundo y con el extranjero” (Pérez Oramas, 2000). Tras una larga y penosa agonía, Francisco de Miranda fallece en prisión en 1816, siendo enterrado en una tumba comunitaria en el cementerio del Arsenal de la Carraca.

 

 Miranda en la Carraca (1896), Arturo Michelena

 

Confinado de una forma diferente, en el 2013, Joao Dos Santos Correia permaneció secuestrado durante 11 meses y 3 días, tiempo de encierro “en una celda de 2 metros de alto y 3 de ancho en la que dispusieron una cama en la que difícilmente cabía” (Pérez Daza, en línea). El caso, mediático tras su liberación, llega a nosotros convertido en algo más que una noticia reporteril, para hablarnos en términos de ‘realidad’ a través del Bunker (2013) de Juan Toro, bajo la idea de que “algo se vuelve real –para los que están en otros lugares siguiéndolo como «noticia»– (solo) al ser fotografiado” (Sontag, 2003).

En la serie de imágenes de Toro, algo silencioso perturba e incomoda; de eso se trata su intención: la exposición de una escena de crimen intacta, de la forma más franca y desgarradora posible a partir de ruinas y jirones, escombros indispensables para “reencontrar la forma exacta de los vestigios sobre los cuales se apoya el edificio social” (Bourriaud, 2015). Intención de salvamiento de la memoria defendida por Benjamin, quien resalta el deber del artista de saldar una deuda moral, pues revisitar el relato de la historia es hacerle justicia a los vencidos que yacen, en desorden, “dentro de una fosa común hormigueante de relatos semiborrados, futuros insinuados, de sociedades en potencia”. 

Búnker (2013), Juan Toro

 

III

El aislamiento obligatorio impuesto en muchos países tras el COVID–19 es, al parecer, una de las formas más eficientes para mantenernos seguros en tiempos de contagio y mortandad. Sin embargo, al mismo tiempo, demuestra

“la incapacidad de algunos estados o regiones para prepararse con anticipación, el refuerzo de las políticas nacionales y el cierre de las fronteras y la llegada de empresarios ansiosos por capitalizar el sufrimiento global, todos dan testimonio de la rapidez con la que la desigualdad radical, que incluye el nacionalismo, la supremacía blanca, la violencia contra las mujeres (…) encuentran formas de reproducir y fortalecer su poderes dentro de las zonas pandémicas” Judith Butler, 2020.

¿Será seguro algún día ‘salir’ del confinamiento? ¿Podremos encontrar un lugar a salvo en el exterior? Para algunas personas, en especial mujeres, el miedo a contagiarse no es mayor al de permanecer en su hogar, y es que, en un reciente informe de la ONU, se alertó que en este contexto de emergencia aumentan los riesgos de violencia contra las mujeres y las niñas, especialmente violencia doméstica. Ahora bien, ¿qué implica protestar por el sufrimiento, a diferencia de solo reconocerlo?

En el video El lobito herido (1994), Sandra Vivas presenta una ‘promo’ de telenovela, referencia –casi– directa de La Loba Herida, ficción venezolana del ‘92 que a lo largo de 214 capítulos narra las desventuras de una violación dentro de un círculo familiar. En la obra, contraria a la generalidad de los casos, Vivas asume el rol protagónico de una agresiva y desequilibrada mujer que maltrata a su dócil acompañante. Y es que “la apetencia por las imágenes que muestran cuerpos dolientes es casi tan viva como el deseo por las que muestran cuerpos desnudos” (Sontag, 2003), de esta forma, Sandra Vivas no solo establece una posición crítica respecto a la violencia doméstica, sino también cuestiona los roles de hombre y mujer continuamente respaldados y difundidos por la supremacía de los medios, escondidos bajo romanticismos que prometen “con las manos alcanzar mil estrellas, ver nuestro cielo más que iluminado y caminar bajo una misma huella” (extracto de la Loba Herida).

   El Lobito Herido (1994), Sandra Vivas

 

Lejos de cualquier tacto (incluso de la metáfora de la canción) nuestras manos están sometidas a nuevas directrices: no llevarlas a la cara, lavarlas con jabón constantemente, mantener distancia física de otras personas. Pautas recopiladas en un nuevo término epidémico del siglo XXI, el Distanciamiento Social. Y es que, cuando –tal vez muy apresuradamente– Giorgio Agamben afirmó que el temor a contagiarse de otros es impuesto como forma de restringir libertades, manifiesta también el temor de que el Estado de Excepción se convierta en una situación normalizada, que lo obligatorio sea natural, que la emergencia sea cotidiana. Que el otro, el extraño, el extranjero, sea un potencial portador del virus. Así, la incertidumbre se vuelve una presencia tangible en los días actuales, en los que la reflexión es una constante para muchos y un privilegio para otros. Para todos los casos, empero, el aislamiento es obligatorio.

 

Luz tras mi enramada (1926), Armando Reverón

 

Si bien la figura del anacoreta en las artes venezolanas es marcada por Armando Reverón y su retiro en El Castillete, varios creadores han profundizado en la acción de abstraerse en el autoexilio. Es así como, aunque lejos de cualquier excentricismo reveroniano, Suwon Lee plantea un viaje a su propio interior en la serie Corea (2019), una mirada a una emocionalidad propia, sin olvidar la relación inevitable con el espacio que la rodea. De esta manera, lo físico-material-tangible de un habitáculo dialoga en imágenes fotográficas con las representaciones de lo intangible, entendido desde el lente de Lee, en la que una exploración (¿reveroniana?) característica de su obra prevalece sobre cualquier intención: la presencia, variación y movimiento de la luz como recurso discursivo. En este universo íntimo mostrado a través del autorretrato, Suwon Lee expone una de las muchas caras de la inmigración, la de la soledad y su oscuridad, así como la búsqueda interior de algo incierto pero existente en todos.

     Corea (2019), Suwon Lee

 

Finalmente, la relación interior/exterior de lo universal y lo vernáculo de nuestro país se vuelve más compleja en sintonía y paralelismo con la tragedia mundial, pero aún lejos de mejoras visibles. Volvemos así a la desdichada figura de la historia patria que “encarna la posibilidad (o el ejemplo) de haber estado en armonía con el contexto de su mundo”, Francisco de Miranda. Imagen de la dramática diferencia que parece existir entre “la certeza de ser contemporáneos a un tiempo global y la voluntad de hacer fecundar dicha certeza en el territorio y en el tiempo de lo vernáculo” (Pérez Oramas, 2000), apropiada y reinterpretada por Rafael Arteaga en su serie Estudio sobre apagón (2019) en la que la larga tristeza del prócer adquiere un nuevo momento de enunciación: la calamidad de un presente en la que los periodos de pandemia parecen ser nada nuevo –tampoco insuperable– bajo el cielo venezolano, aun así, decisivos para el futuro curso de nuestra compleja historia.

 

  

                        Estudio sobre apagón (2019), Rafael Arteaga

 

 


 

Referencias:

BOURRIAUD, Nicolas (2015): La Exforma, Madrid, Adriana Hidalgo.

BUTLER, Judith (2020): El capitalismo tiene límites. En: Sopa de Wuhan, Aspo.

FOSTER, Hal (2001): El retorno de lo real, Madrid, Akal.

MBEMBE, Achille (2001): Necropolítica, España, Melusina.

PÉREZ ORAMAS, (2000): Apostilla para fin de siglo. En: Venezuela Siglo XX, visiones y testimonios, Caracas, Fundación Polar.

PÉREZ DAZA, (2018): La fotografía contra el olvido. En: La ONG (http://www.laong.org/el-bunker-fotografia-contra-el-olvido-johanna-perez-daza/), (en línea).

PRECIADO, (2020): Aprendiendo del virus. En: Sopa de Wuhan, Aspo.

STRAKA, Tomás (2020): Pandemia y memoria. En: Prodavinci (https://prodavinci.com/pandemia-y-memoria), (en línea).

SONTAG, (2003): Ante el dolor de los demás, Madrid, Santillana.

 

 

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